Carta a Radio Continente en Venezuela

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Mi nombre: Esther María del Rosario Montes de Oca y Domínguez maestra de Instrucción Pública en el centro escolar «Luz y Caballero», de esta Villa y con residencia en la calle Martí  número 41.

Mi carta no es una queja; la queja deshonra: es el grito de angustia de una madre que como muchas en Cuba, hemos visto como el abuso del poder y de la fuerza privan de la vida en el comienzo de la misma, nuestros más preciados y caros sueños que son: nuestros hijos, aquellos que criamos y educamos para que fueran útiles a la sociedad y a la patria, aquellos que criamos y educamos para que fueran hombres dignos, y al decir dignos, tenemos que considerarlos morales, honrados, veraces, sinceros, amantes de la justicia y de la razón, del respeto a la libertad y al derecho de los hombres, aquellos que juntos al «A.B.C.» le enseñamos los principios martianos para que solamente siguieran en la vida una línea: la recta, porque es la línea de la justicia.

Yo se que el pueblo de Cuba sabe como fueron asesinados mis dos únicos hijos, porque a pesar de la dura mordaza de la prensa, la verdad espantada de si misma saltó, venció obstáculos y se hizo valer sobre el vejaminoso y frio parte oficial, que decía poco más o menos: «En el pueblo de San Juan y Martínez, fueron muertos al repeler una agresión hecha por la fuerza pública, dos sujetos, que resultaron ser vecinos de aquel lugar».

¡No!, mis hijos no eran dos sujetos que agredieron a la fuerza pública, jamás usaron armas, un asesino a sueldo cumplió con ellos una seca orden que se tradujo en dos cortantes disparos que atravesaron sus corazones. Eran mis hijos, dos jóvenes estudiantes; el mayor nacido en La Habana, y el otro en esta Villa, donde surgieron a la vida como palestras de sensatez y buen juicio, por lo que el pueblo los lloró y llora amargamente.

De sus virtudes no he de hablar, para las madres todos los hijos son buenos. De ellos más bien pudieran dar fe, sus maestros, sus amigos y compañeros, sus profesores del Instituto de Pinar del Río y de la Universidad Nacional, donde Luisito, con sólo 18 años, cursaba ya su segundo año de Derecho, figurando entre los primeros expedientes del curso. Sergio, con 17 años había terminado sus estudios en el Instituto, graduándose de Bachiller en Ciencias y Letras.

Sobre su sarcófago, sencillo como su vida, reposaba una pequeña ofrenda de sus compañeros de estudios: era su anillo de graduado, que por cruel ironía del destino, recibieron en ese día.

Sus títulos, lo que tantas noches de sueño le habían costado, no llegaron a verlos.

Esos eran mis hijos, niños si se quiere, en el orden cronológico, pero hombres dignos en su manera de pensar y actuar que se irguieron verticales en la vida, como lo hicieron ante la muerte. Como jóvenes al fin, tenían ideales y deseaban para su patria, un destino mejor.

Segaron sus vidas como una forma de matar sus ideas, olvidando o desconociendo la frase de sarmiento «Bárbaros, las ideas no se deguellan».
El nombre de sus asesinos materiales e intelectuales, no he de mencionarlos, me parece que mancharía el papel en que escribo: el pueblo los conoce; como se conocen ellos mismos.

Pero si he de decir, que no importa que mis hijos molestaran porque brillaban con luz propia y que ello les costara la vida; que no importa que para besarlos como miles de madres cubanas, tenga que hacerlo a través del frio mármol de la tumba; que no importa que en mi hogar sus camas estén vacías, esperando por los que jamás han de volver físicamente; que no importa que la noche más larga y negra haya caído sobre nuestras vidas.

¡No! porque aún así, en esta ruina humana en que el dolor y la desgracia nos ha convertido, por la maldad, la envidia y el salvajismo de los hombres, habrá como en las minas viejas, en su padre y en mí, una veta que explota, y ésta será de fortaleza y de valor para poder luchar, vivir y…. esperar que la luz se haga en el horizonte de mi patria, que la libertad y la justicia sean una realidad tangible…. entonces, el sacrificio de mis hijos no habrá sido inútil.

Mientras tanto, no dejaré que el dolor me amilane, viviré, no feliz, pero si orgullosa, más orgullosa aún que antes, de ser la madre de Luís y Sergio.

Sin más, anticipándole las gracias, quedo de Usted con toda consideración.

Esther Montes de Oca de Saíz.
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